Siempre me ha entusiasmado hallar historias que retraten a Bogotá, esta convulsa, pero a la vez adorable ciudad tan llena de matices y personajes tan curiosos y pintorescos como sus mismas anécdotas, y esta es una de las razones por las que me atrapó El tragacuchas, de Nixon Candela.
Recuerdo que la primera vez que conocí al autor, fue en la lectura de su primer bosquejo de la novela, en sus propios labios. El auditorio rió a rabiar, más aún, con la picaresca intervención de Nixon quien hacía de la lectura con sus gestos y dialecto, una experiencia aún más hilarante. Y es que la novela, desde su mismo título, incita a la risa, pero también, al desafío. La historia no pretende ser políticamente correcta, sino solamente obedecer a la veracidad de su personaje principal, del paradójico “Tragacuchas” a quien se ama y odia por igual y termina dejando el interrogante de si se trata o no de un personaje extraído de la realidad.
Así, con humor fino, no exento de picardía, seguimos las andanzas del Tragacuchas, narradas con destrezas por su autor quien
se hace cómplice de sus “aberraciones”, sin emitir juicios morales, sino describiéndolas como “aventuras gerontofílicas”, como si se trataran de historias graciosas contadas al calor de unas cervezas o aguardientes. De este manera, nos hacemos cómplices y acompañantes de la galería de los peculiares personajes como “El cadáver”, “El doctor baloto”, "Miquima", y hasta el mismo autor quien se cuenta dentro de la historia, a la manera de cantor y poeta. Los seguimos, además, a través de su peculiar oficio de comisionistas de esmeraldas, caminando por las calles de la ciudad, compartiendo sus cotidianas, pero particulares aventuras, a través del lirismo del autor, quien también imprime al tedio de la ciudad, su visión poética, como cuando describe con belleza: “un viento prófugo que bajó por entre el canelón formado por los cerros de Monserrate y Guadalupe golpeó con fuerza nuestras mejillas, arreó nuestros pasos, recordándonos que a esas horas las calles de la urbe, en la fría sabana son de su propiedad. Necesitaba dialogar con fantasmas transeúntes que solo en las sombras del silencio redefinen con dormido vocabulario la palabra amanecer”.
Esto es lo que hace entonces Nixon Candela, como autor, con su entrañable e inolvidable “Tragacuchas”: “expandir las orejotas y guaquear las historias al fecundo viento a la suculenta cotidianidad”. El poeta recoge de sus aventuras y de su propia vida, la historia, a la que, como esmeralda, saca brillo y nos ofrece al final a través de esta peculiar comedia de un personaje al que nos hace sospechar con suspicacia, cuando desde el comienzo habla de los “nietos de mi novia”.
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